Las escuelas gubernamentales son máquinas de propaganda
Aunque la gente suele asociar la propaganda con los regímenes dictatoriales, la educación pública americana ha creado una maquinaria propagandística que Stalin habría envidiado.
Aunque la gente suele asociar la propaganda con los regímenes dictatoriales, la educación pública americana ha creado una maquinaria propagandística que Stalin habría envidiado.
A instancias de un fiscal progresista, esta semana un jurado de Michigan amplió enormemente la ley penal para condenar a los padres de un tirador de escuela que ellos mismos no habían infringido la ley.
Mientras los pagadores de impuestos de EEUU pagan miles de millones por misiones militares en todo el mundo en nombre de «mantenernos seguros», el gobierno federal no consigue mantener a salvo de la delincuencia violenta a los residentes de la capital del país.
Cada vez que las élites gobernantes crean una nueva crisis, insisten en que «estamos todos juntos en esto». Es hora de ignorar por completo sus mentiras.
Bajo Obama y Biden, el sector bancario ha sido convertido en un arma contra las industrias que no gustan a los izquierdistas americanos. La administración Obama actuó como si sus objetivos regulatorios no merecieran el debido proceso, y el programa devastó a lo largo y ancho.
El fact-checking se ha convertido en una auténtica industria en los medios de comunicación. Sin embargo, las conclusiones de los «verificadores de hechos» parecen alinearse misteriosamente con las opiniones de las élites. Esa es su historia, y las élites políticas, educativas y sociales se aferran a ella.
Las élites políticas y económicas americanas insisten en que deben tener autoridad sobre todos los demás. Mientras la gente se rebela, las élites no hacen sino redoblar sus exigencias originales.
La poco ceremoniosa salida de Claudine Gay de la presidencia de la Universidad de Harvard no se debió finalmente a sus problemas de plagio, sino más bien a su desastrosa comparecencia en una audiencia del Congreso sobre Israel y Hamás.
Continuando con su reseña de The New Deal's War on the Bill of Rights, de David Beito, David Gordon muestra cómo Franklin D. Roosevelt y su administración destriparon repetidamente los derechos constitucionales americanos.
Muchas ciudades y estados de este país han derribado o destruido monumentos porque representan parte de un pasado que los progresistas y los izquierdistas creen que no debería haber existido. Sin embargo, cada vez que derribamos algo, perdemos potencialmente parte de una herencia importante.