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La inmoralidad de la COP28

Durante las dos últimas semanas, los delegados de los gobiernos de todo el mundo se han reunido en los Emiratos Árabes Unidos con motivo de la COP28, la conferencia anual de las Naciones Unidas sobre el cambio climático. Más de cien mil asistentes, desde jefes de Estado a burócratas del clima, dirigentes empresariales, representantes de organizaciones no gubernamentales y activistas, se dieron cita en el fastuoso recinto de Dubai para debatir nuevas políticas que los gobiernos impondrán a sus ciudadanos en nombre de combatir el cambio climático.

Estas reuniones anuales están diseñadas para culminar en una resolución final en la que los 198 gobiernos acuerdan perseguir determinados objetivos. En el borrador del acuerdo de este año, hecho público el lunes, los gobiernos del mundo acordaron trabajar para «triplicar la capacidad mundial de energías renovables para 2030, duplicar la tasa de ahorro energético a través de medidas de eficiencia, reducir rápidamente el carbón no consumido y limitar las licencias para nuevas centrales eléctricas».

En su lugar, se pide a los gobiernos del mundo que reduzcan «tanto el consumo como la producción de combustibles fósiles... con el fin de alcanzar cero emisiones netas [de carbono] antes, durante o alrededor de 2050».

Esto disgustó enormemente a varios asistentes, ya que los comentarios realizados a principios de semana por el presidente de la cumbre, Sultan Al Jaber, habían llevado a muchos a esperar un llamamiento a la eliminación total de los combustibles fósiles. En respuesta, los delegados de la Unión Europea y de varios países de Oceanía amenazaron con retirarse.

Como era de esperar, los regímenes ricos en petróleo de Oriente Medio se opusieron al objetivo de eliminar progresivamente los combustibles fósiles. Pero también hubo oposición de numerosas naciones africanas, cuyos delegados calificaron el objetivo de «inviable».

Los delegados africanos tienen razón al oponerse, pero calificar de «inviable» la eliminación progresiva de los combustibles fósiles es quedarse muy corto. Obligar a las personas a abandonar las fuentes de energía que necesitan para vivir de forma segura y próspera provocaría una devastación inimaginable. En el mundo desarrollado, supondría empobrecer activamente a la gente. Y en los países en vías de desarrollo, supondría frenar la salida de la pobreza absoluta.

A pesar de toda la pompa, formalidad y oficialidad de la COP28, los gobiernos del mundo no tienen derecho a someter al resto de la población a semejante devastación. Incluso sin la promesa de eliminar por completo los combustibles fósiles, la ambición ya acordada de abandonar rápidamente los combustibles fósiles y limitar la producción de energía será, si se cumple, increíblemente perjudicial.

También es ridículo que los políticos y los funcionarios de las Naciones Unidas presenten estas políticas como necesarias para nuestra seguridad. Al eliminar el único medio de que dispone la humanidad para producir y alimentar las infraestructuras modernas, estos gobiernos amenazan con hacer a sus ciudadanos más vulnerables a las condiciones meteorológicas extremas, aunque su frecuencia disminuyera ligeramente.

Este tipo de contradicciones se remontan al ecologismo, la ideología que está en la raíz de todos estos esfuerzos. El ecologismo se basa en la valoración de la naturaleza intacta y no humana como el bien supremo. Enmarca a la humanidad como una fuerza externa destructiva que corrompe la naturaleza con hormigón, plástico y dióxido de carbono.

Aunque los ecologistas radicales, que creen sistemáticamente que hay que proteger la Tierra de los humanos, constituyen sólo una parte de la coalición más amplia que impulsa las políticas ecológicas, estos ideólogos definen el marco moral de todo el movimiento.

La COP28 oculta la naturaleza indecorosa de lo que este movimiento está impulsando detrás de lugares extravagantes, oradores de renombre y la óptica de la cooperación internacional. Pero en el fondo, la conferencia combina el ecologismo —una ideología antihumana que es, en palabras de Lew Rockwell, «tan despiadada y mesiánica como el marxismo»— con el poder coercitivo de los gobiernos del mundo. Míralo como la amenaza que es.

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